Resultaba escandaloso que un asunto tan grave, tan criminal, que afectaba tanto y tan intensamente a la salud pública (no solo en lo laboral, aunque principalmente) pudiese pasar sin pena ni gloria, como estaba ocurriendo.
Pero, obviamente, los daños inconmensurables, la organización de los afectados y las respuestas de juzgados, sindicatos, profesionales, ecologistas y estudiosos, no lo podían hacer pasar desapercibido como lo estaba hasta hace muy poco tiempo.
Las cifras de muertes, sufrimientos y días de vida perdidos (Dalys por sus siglas en inglés), que unos y otras, íbamos desvelando, era tremenda. Eran más que accidentes de trabajo anuales y accidentes de tráfico, y más que muchas, casi todas las epidemias conocidas por la humanidad. Más víctimas que en la primera guerra mundial y tantas como en el holocausto. Sin contar con los millones de toneladas instaladas que, como una telaraña global y, digan lo que digan las autoridades, las empresas responsables y los encubridores de los principales criminales (muy pocos, se pueden contar con los dedos de las manos), son una fuente permanente de emisión de fibras microscópicas, cancerígenas del Grupo 1, el más nocivo, y las que producen más cánceres laborales que ninguna otra sustancia con la que se pueda trabajar. Afirmando la OMS y el INSHT que “no se conoce dosis mínima segura”. Son, además, eternas y si las seguimos dejando irán lanzando fibras indestructibles a su medio, y solo un proceso de, primero, retirada segura y urgente y, después, de otro de inertización, podremos librarnos de este material. Hablo del amianto. Es eterno e invisible.
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